Cómo las caricaturas practican cosas raras con los niños


play alcoholactante
En la adolescencia me abracé,
tal como gotas de licor a las comisuras de un borracho,
a las nalgas de las madres de las caricaturas.
Unas noches salíamos en arduas borracheras con el gordo Carl
y nos íbamos a morbosear a la mamá de Jimmy Neutrón en el prostíbulo;
otras veces lo emborrachaba hasta las patas al enano Dexter
para ir a divertirme con su culona madre dentro del laboratorio.
Me vi de pronto como un Hugh Hefner de los dibujos animados:
cada noche para no temblar de miedo,
un ménage a trois con Marge Simpson y con Maude Flanders;
en la mañana antes de las clases y para evitar llegar borracho,
coito anal con Edna Krabappel en el zaguán trasero.
Fue la única manera que se me ocurrió para sobrevivir la adolescencia.
Cuando era un prepuberal con el tacto sin labios todavía,
y mi mirada avergonzada, aún crujiendo,
clavada hacia mis pies de espuma-ombligo
que pesadamente arrastro hasta la fecha,
Betty Mármol y Vilma Picapiedra me levantaron la cabeza
y me enseñaron el noble arte de hacer pinturas con leche de mamut
en las paredes de sus cuevas súper confortables y calientes.
Rupestres, expresionistas, abstractas, valeverguistas, en fin.
Y me iniciaron hecho piedra en la complicada
y confusa práctica de reinventarme en aparejos
capaces de romper la cuarta pared de todas las relaciones familiares.
Todas Ellas siempre acariciando mi cabeza,
como se acaricia el sueño monstruoso de la infancia
para aliviar el hábito del miedo,
ya que mi muerte debajo de la cama no es el fin,
solamente es el cimiento primigenio
sobre el cual decaerán los que me persiguen,
como esputos, como gritos, como carniceros alados.
Los niños son ángeles terribles…